Desde la ventana de mi
habitación, en el tercer piso, en la sección de oncología del Hospital
Provincial, sólo se podía ver el patio de los locos.
Cada mañana y cada tarde
sacaban a tomar el aire a los internos de la sección de psiquiatría, el
pabellón de los locos. Un aire caliente de agosto mediterráneo, aliviado por
los árboles de ese trocito de jardín.
Me impresionaba sobre todo una
chica, casi una niña, que sólo mostraba bata y huesos.
Y un hombre maduro, elegante aún
con su bata azul, que perdía una mirada fija y muerta al fondo del patio.
Era el único lugar del
hospital donde se podía fumar y me llamaba la atención el sistema: una mecha
colgaba bien atada de una pared. Así, cada uno podía encender su cigarro cuando
quisiera, sin disponer de un artilugio que pudiese usar para dañar o dañarse.
Los locos paseaban, fumaban,
charlaban…y cantaban.
Esa especie de salmo, que
comenzaba una mujer vieja y gorda, era poco a poco secundado por los demás
hasta convertirse en una letanía que se repetía sin cesar, clavándose en el
alma.
Era una especie de llanto, de
grito amortiguado que buscaba liberarse saltando el alto muro del patio.
Pero no. No podían huir de
allí de esa manera.
Ni yo.
Yo me dormía y me despertaba
con ese sonido melodioso de otro mundo. Un mundo que sólo existía en el patio
que se veía desde mi ventanal.
Mientras, en el tercer piso
del hospital, en la habitación 225 de la sección de oncología, mi padre, se
moría.