viernes, 1 de junio de 2012

VISIÓN AÉREA - NOTAS DEL SANATORIO




Desde la ventana de mi habitación, en el tercer piso, en la sección de oncología del Hospital Provincial, sólo se podía ver el patio de los locos.

Cada mañana y cada tarde sacaban a tomar el aire a los internos de la sección de psiquiatría, el pabellón de los locos. Un aire caliente de agosto mediterráneo, aliviado por los árboles de ese trocito de jardín.
Me impresionaba sobre todo una chica, casi una niña, que sólo mostraba bata y huesos.
Y un hombre maduro, elegante aún con su bata azul, que perdía una mirada fija y muerta al fondo del patio.

Era el único lugar del hospital donde se podía fumar y me llamaba la atención el sistema: una mecha colgaba bien atada de una pared. Así, cada uno podía encender su cigarro cuando quisiera, sin disponer de un artilugio que pudiese usar para dañar o dañarse.

Los locos paseaban, fumaban, charlaban…y cantaban.

Esa especie de salmo, que comenzaba una mujer vieja y gorda, era poco a poco secundado por los demás hasta convertirse en una letanía que se repetía sin cesar, clavándose en el alma.
Era una especie de llanto, de grito amortiguado que buscaba liberarse saltando el alto muro del patio.
Pero no. No podían huir de allí de esa manera.

Ni yo.
Yo me dormía y me despertaba con ese sonido melodioso de otro mundo. Un mundo que sólo existía en el patio que se veía desde mi ventanal.

Mientras, en el tercer piso del hospital, en la habitación 225 de la sección de oncología, mi padre, se moría.